No hay que pensar en el Universo para evadirnos de nuestra parcelita de vida cotidiana y menos para aligerarnos de las responsabilidades directas. Pero viene bien tener presente la existencia del Universo, que ya algunos científicos le van llamado Multiverso, como sentido que nos imbrica en conjuntos más amplios. Primero, porque existe y no es una invención como todo lo que han transmitido las ideologías religiosas. Segundo, porque no se trata de una fe basada en mitos e idealismos -reflejo de los límites y temores humanos ancestrales, por una parte, y posteriormente de justificación de las castas- sino de una realidad compleja -mutable, expansiva, interactiva en factores, materias y vacíos- cuyo conocimiento avanza día a día, aun cuando eso implica saber que el conocimiento de hoy no va a ser mañana de la misma manera, sino que también variará. Tercero, porque si meditáramos mínimamente con arreglo a nuestra modesta capacidad de saber individual sobre las cuestiones del tiempo, dimensión y generación dispar y continua del Universo debería servirnos para replantearnos una nueva ética humana, que nos hiciera caer del burro y buscar la armonía entre la especie y con la naturaleza. Cuarto, porque ni la Tierra ni la especie humana somos centro del conjunto ni por asomo, idea torpe y generalizada desde la antigüedad, basada en una visión de mirarnos al ombligo. Ya sé que es pedir un esfuerzo superior a unas individualidades y un entorno que viven agobiadas por sus menudencias, como si éstas fueran todo el universo. Pero, de alguna manera, hay que intentarlo, antes de que los falsos profetas y los mercaderes del pensamiento reactualicen sus viejos cuentos.
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