Hacía tiempo que no escuchaba el eco, mi propio eco. Incluso había llegado a pensar si no habría desaparecido de la faz de la tierra por alguna rara modificación del comportamiento de las ondas sonoras. O que yo era incapaz de producirlo (en la infancia pensaba que el eco estaba en mí) Aquel espacio amplio y vacío me ha devuelto no tanto la realidad del eco como mi fe en él. No veía manera de abandonar el ejercicio, puesto que lo sentía más como un hallazgo que como un reencuentro. Mis pasos, mi voz, mis movimientos han adoptado un aire teatral, buscando multiplicar el efecto de la réplica. No conforme con el sonido ha llegado un momento en que mi propia presencia parecía multiplicarse visualmente. Y aquellas estancias de la gran casa abandonada se poblaban de nuevo de figuras, muchos rostros conocidos volvían a mostrarse y los quehaceres se instalaban de nuevo. Mientras, yo empequeñecía. Después, un gran golpe de asombro. He tenido que salir precipitadamente a la calle para comprender que no retornaba al pasado. Y que aquel juego visual de reflejos imaginarios con la niñez, más complejo que el bumerán del eco físico, era poseído por una extraña y peligrosa doblez llamada nostalgia.
Es curioso pero cuando somos niños es cuando sabemos quienes somos.
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