Los humanos extienden su manto de vanidades más allá de la vida en sí misma. Como un reflejo de cuanto se ha ensalzado en vida sin regatear elogios, exaltaciones y soberbias varias, los aparatos mediáticos, institucionales y de empresas siguen fomentando una vanidad a la memoria de ciertos muertos. Lo estamos viviendo estos días en que han fallecido algunos de los más preclaros hombres de poder y de riqueza. La vanidad de las palabras tratan de ocultar las cenizas o la descomposición de los cadáveres. El fin de un individuo no entiende ya de vanidades, por mucho que se empeñen los interesados en el negocio.
Nos encontramos en la última de tres generaciones que la historia tiene el capricho de repetir de cuando en cuando. La primera necesita un Dios, y lo inventa. La segunda levanta templos a ese Dios e intenta imitarlo. Y la tercera utiliza el mármol de esos templos para construir prostíbulos donde adorar su propia codicia, su lujuria y su bajeza. Y es así como a los dioses y a los héroes les suceden siempre, inevitablemente, los mediocres, los cobardes y los imbéciles.
ResponderEliminarEse es el poder igualitario de la muerte.
ResponderEliminarAl final todos vamos al hoyo y no vale tener tanto dinero o ser un paria, todos terminamos en un mísero agujero.
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